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viernes, 21 de octubre de 2016

Marcos Manuel "El Gordo": Tributo y homenaje

Esta entrada está realizada durante mayo de 2016, de ahí que las fechas estén atrasadas.

Si hay algo que puedo sacar en claro de todo el caos que viene a ser mi vida en lo emocional, personal y académico de lo que llevamos de 2016, es que todas las malas noticias vienen juntas. En un rápido vistazo a mi pasado más reciente, he experimentado esta misma sensación otras dos veces en mi vida: la primera fue durante la era Joshy Pig (que en algún momento continuaré relatando en este mismo blog) y la segunda, el fallecimiento de mi abuela hace tres años. Salvando las distancias de edad y contexto, el sentimiento era el mismo. Me abrumaba el hecho de que todo lo "malo" tuviera que suceder tan seguido, como si se tratase de un perverso efecto dominó. Como bien especifiqué ya en una entrada anterior (a la que pueden acceder aquí), no estoy en los mejores momentos de mi vida y es por eso que la noticia que he recibido y atestiguado hace pocos días (el 23 de mayo, para ser exactos) me ha tocado un poco y me ha hecho reflexionar. Ese mismo día fallecía mi abuelo Marcos Manuel (de él obtuve mi nombre "real") a los 87 años en una cama del Hospital Universitario Doctor Negrín. Por respeto tanto a mi propia persona como a todos los familiares afectados por la pérdida, no daré dato alguno referente a las condiciones de su muerte ni de su persona más allá de su nombre y alguna cosa muy general. Lo que tienen que saber, por ahora, es que los Suárez (mi apellido "real") estamos de luto por la dura pero inevitable pérdida de quien fuera y es, junto con Ninita, un ejemplo de esfuerzo, bondad, sabiduría y buen hacer.

Los recuerdos que tengo con mi abuelo son un tesoro. No pude verle demasiadas veces en los últimos 5 años, pero nunca le olvidé. Las mejores tardes que pasé durante los últimos tres o cuatro veranos fue sentado en el sempiterno sofá en el salón de aquella casa que construyó él mismo con mucho esfuerzo años antes de que yo hubiese nacido. Ninita sentada a mi diestra, Manolito a mi siniestra y yo en el centro, hablando y comiendo frente al televisor que generalmente emitía o bien el canal 25 o bien el Pasapalabra. Una escena que se repetía desde mi más tierna infancia y que refleja para mí la relación que con ellos tenía. Mi abuelo siempre me trató estupendamente, no tengo ni un mal recuerdo suyo. Siempre le gustaba hacer bromas con nosotros, sus nietos, y trataba con el mismo cariño a todos ellos, del primero al último. Como bien dice Manolo Vieira, no importaba cuántos fuésemos, pues si venía uno nuevo él lo recibía con la misma ilusión y cariño que al resto. No sé por qué, pero yo siempre me sentí muy unido tanto a él como a mi abuela. Era duro cuando tenía que serlo, y cariñoso y alegre el resto de las veces. Quizás no fui consciente de todo esto durante mi infancia, pero lo aprendí nada mas mirar a los ojos de mi abuelo un no tan lejano día de verano de hace cuatro o cinco años, en mi primera visita a la casa de mis abuelos después de haber cortado relaciones con mi padre. Su sonrisa, todas esas anécdotas de su estancia en el ejército que me contó aquél día (le llamaban "el Gordo", de ahí el nombre de esta entrada), su pulso tembloroso que denotaba la inmensa alegría que sentía porque estuviese allí toda una tarde con ellos... Ese día aprendí tantas cosas, y escribí una de las entradas que más recuerdo con cariño. Aunque era consciente de que la vida avanza y que las cosas se acaban tarde o temprano, no creía que les llegase la hora tan pronto. Pero la vida es así de cruel, y no tardó mucho en llevarse a mi abuela a finales de Abril de 2014.

Como ya dije anteriormente, no quiero dar detalles sobre su vida y su muerte, por lo que me limitaré a decir que tras irse Ninita a un lugar mejor empezó a ir para atrás. Jamás volvió a ser el mismo. Recuerdo verle una vez nada más antes de su muerte y no era siquiera una cáscara de lo que fue. Tiempo después, mientras hablaba con mi tía Mary, se me informó de lo que pasaba. Mi abuelo tenía Alzheimer. Para aquellos que no tengan, como yo, mucha idea de lo que es, es una enfermedad neurodegenerativa que afecta a algunas personas mayores y provoca que el afectado pierda progresivamente la memoria y la capacidad de movimiento. Muy, muy duro para aquellos que ven el deterioro de la persona día a día. Sin embargo, hubo un acto de mi abuelo aún en ese estado, con su avanzada edad y su pulso increíblemente tembloroso que despertó un respeto que dudo que vuelva a tener por nada en el mundo: se rapó al cero sin ayuda ninguna. Viendo esa foto suya sin pelo y con una mirada taciturna y desprovista de la alegría que siempre le caracterizó, me prometí a mi mismo que, en tributo a su persona y si le pasaba alguna desgracia, me afeitaría al cero y me mantendría así durante mínimo seis meses. Yo, quien me sentía muy orgulloso de tener pelo largo, me hice esa promesa que esperaba no tener que cumplir hasta mucho, mucho tiempo después. Pero quiso Dios  (o lo que sea que haya allá arriba, si lo hay) que a los pocos meses mi abuelo abandonara esta vida y, nada más contarme mi madre la funesta noticia, procedí a afeitarme la cabeza completamente. Para las cotillas de mierda que quieran saber el porqué del cambio de look, ahí lo tienen. Si no lo he dicho por Facebook ni ninguna otra red social, es básicamente porque yo no hice esto para buscar atención ni likes. Esto es una cuestión de honor, de mantener la palabra de uno en lo bueno y en lo malo, de admiración y de respeto. Todos ellos conceptos que, de seguir por el camino que van, jamás serán capaces de entender.

Esta entrada es un homenaje a ese hombre al que siempre vi enorme, mucho más grande que yo, tanto en lo físico como en lo personal. Un ejemplo de entereza, nobleza y personalidad que trascendía las barreras entre generaciones y que ahora se ha perdido. No apelo con ésto a que todo lo pasado fuera mejor, sino que su forma de ser y de actuar es, para mí, atemporal. Tanto el gesto del pelo como ésta entrada que aquí leen no es, ni de lejos, suficiente para honrar a la memoria de una persona tan distinguida como lo fué el. Él, quien se vio obligado a abandonar el colegio a temprana edad para trabajar y ayudar a mantener a su familia (hablamos de que nació en el 31, se comió la Guerra Civil con papas), me ha demostrado que los estudios no te hacen necesariamente una mejor persona. Que la bondad se lleva en el carácter, se hereda en los valores morales que cada uno recibe en casa y aún así no siempre cuaja. Que es muy importante hacer el bien sin mirar a quién, por muy difícil que sea para una persona con un carácter tan fuerte como el mío y que, en definitiva, no hay nada mejor que vivir y dejar vivir.

Abuelo, tu ciclo ha terminado y no tiene pinta de que tus hijos vayan a continuarlo en un futuro próximo. Por tanto, me toca a mí comenzar uno nuevo siguiendo ese ejemplo que parece que algunos hayan perdido. Si el cielo existe y es, de hecho, el sitio donde van las mejores personas, espero que estén cómodos en un sillón de tres plazas. Tú sentado en el reposabrazos derecho, abuela a tu lado en el reposabrazos izquierdo. Dentro de muchos años, cuando haya logrado más que sea ser la mitad de los que fueron ustedes como personas en su día, ocuparé el lugar del centro. Como siempre hemos hecho. Como siempre haremos.

lunes, 15 de junio de 2015

The Voice Of Lyrics Nº 37: Una experiencia en el Mas Allá

Hace un año, alguien muy importante tanto en mi vida como en la de muchas otras personas allegadas a mí pasó a otro lugar mejor. Un lugar donde al fin se acabarían años de achaques, hospitalizaciones y sufrimientos. Un lugar donde por fin podría encontrar la paz que en vida nunca tuvo. Un lugar que ella se ganó durante su estancia con nosotros en éste plano de la realidad. Hablo, como no, del paraíso, el cielo o como sea que se le llame ahora. A pesar de que la llevo siempre en mi memoria y notaré su ausencia de por vida en mi pecho, no he sido capaz de rendirle un homenaje como ella y sólo ella merece. Hoy esa injusticia llega a su fin. Sólo me gustaría que ella pudiese leer éstas líneas que le dedico con todo el amor del mundo y con un salado sabor a lágrimas en mi paladar.

Ninita, si puedes leer esto: Te queremos. Te echamos de menos. Espero que, allá donde estés, puedas vernos. Todo nos va bien, tiramos como podemos gracias al apoyo y el amor incondicional que siempre nos diste. Ésta historia está inspirada por y escrita para ti. Espero que puedas leerla en un sitio bien cómodo. Es lo menos que te mereces por ser un ángel en la Tierra.

Querido Diario:

Ha pasado mucho tiempo desde que tuve aquella experiencia onírica, por llamarla de alguna forma, tan atípica. Sabes que he estado evitando contárselo a nadie porque me tomarían como un pobre desquiciado que necesita de un achuchón o simplemente lo tomarían como una irrelevante anécdota que no merece pasar más allá de eso. Tampoco te lo he contado a ti porque no me creía capaz de compartir tal vivencia sin deshacerme en las más amargas lágrimas o sin cuestionarme mi ya de por sí dañada salud mental. Sin embargo, éste silencio me está corroyendo como el más cáustico de los ácidos, por lo que toca sincerarme contigo. Al menos no me tomarás por loco, no me juzgarás al igual que lo hace el resto de la sociedad. Simplemente, como buen amigo inorgánico que eres, escucharás lo que tengo que decir y serás ese apoyo que el ser humano ha olvidado que debe ser en ésta era en la que los intereses mueven el mundo. ¿Verdad que sí? Muchas gracias. De verdad que lo necesito.

Una noche como otra cualquiera me acosté en mi vieja cama. No era una persona que fuese especialmente soñadora y por lo general no les solía prestar atención. De hecho, mis sueños no los veo vívidos y lúcidos como los ven otros. Más bien es como si me los descargara desde internet directo a mi cerebro y se guardara en una especie de directorio provisional… Bueno, equis. El caso es que me dormí relativamente temprano ese día. Sin embargo, me pareció despertar al segundo después. Estaba todo mucho más brillante que cuando cerré los ojos. De hecho, me encontraba en una especie de sala blanca completamente vacía. No tenía esquinas, ni paredes, ni techo… Era un absoluto vacío que me hizo dudar si levantarme o no, por miedo a caer. Palpé el suelo con el pie. Era sólido, pero no tenía temperatura alguna. Me puse en pie y empecé a caminar con los brazos extendidos por miedo a que me chocara con alguna suerte de pared invisible. Después de un rato, los bajé al ver que no había obstáculo alguno. Entonces pensé: “¿Qué clase de lugar es éste? ¿Qué hago aquí? ¿Cómo he llegado hasta aquí?”. Esas incógnitas siguen siendo a día de hoy un misterio para mí. Tras ver que no iba a resolver nada comiéndome la cabeza estando parado en un solo punto, empecé a hacerlo mientras caminé en línea recta. Así al menos evitaría preguntarme acerca de mi situación hasta puntos en los que la cordura corriese un grave peligro de perderse entre cuestiones que escapaban a mi relativamente pequeña comprensión.

            No sé cuánto tiempo estuve caminando, pensando en cómo era posible un sitio como ése o si no era una más que un simple constructo de mi enajenada mente hasta que encontré una casa en medio de la nada blanca. No era nada del otro mundo, pero tenía algo que me era familiar. De hecho, me era demasiado conocida. Traté de exprimir mi mente al máximo, pero parecía que mis recuerdos se hubiesen puesto de acuerdo para impedirme cualquier tipo de acceso a ésa memoria en concreto. Me dirigí hacia ella en aras de satisfacer mi arrolladora y a ratos inquietante curiosidad. Abrí la valla de hierro negra, subí los tres escalones que separaban la puerta del suelo y toqué el timbre. Abrió una mujer bajita, de joven apariencia y blancos ropajes. Me miró con una cara de rebosante alegría y exclamó:
­–¡Ooooh!

En ése momento estaba completamente seguro de que no sólo conocía a esa mujer y la casa en la que parecía habitar, sino que eran, de alguna manera, una parte fundamental que resultaba inherente a mi ser. Su voz, su mirada, su postura… A pesar de mi fuerte convicción, no conseguí llegar por mi cuenta a la respuesta que buscaba. No sé cuánto me quedé pensando para mis adentros, pero fue el tiempo suficiente como para que la mujer dijese:

–¡Ay, mi niño! Es que tú nunca me conociste así –exclamó, con una inocente risilla–. Quizás si tomo ésta forma…

No había terminado de decir la frase cuando empezó a transformarse en una persona mucho más anciana. Parecía más bajita por el hecho de estar encorvada, su anteriormente tersa piel se convertía en un tapiz castigado por el paso del tiempo y su pelo no era siquiera una sombra de lo que antes fue. Sin embargo, nada me importó ese cambio porque el misterio que me carcomía fue resuelto de inmediato. Mi cara se descompuso al ver que aquella mujer y aquella casa que parecían formar parte de mí eran algo tan evidente y tan simple…

– ¡Abuela! –exclamé, mientras corría a abrazarla.

No hacía demasiado tiempo que mi querida abuela había fallecido. Habían sido ochenta largos años de vida y veinte de ellos, si no más, los pasó entre cientos de medicamentos y continuos ingresos en el hospital. Aún recuerdo la extraña sensación de desconcierto controlado que me indujo mi madre al despertarme de mi sueño, cosa que no hacía desde que cursaba la ESO, para decirme “Tu abuela se murió”. Mis preocupaciones inmediatas fueron para con mi abuelo, quien había perdido a la persona que había estado con él en las buenas y en las malas durante toda su vida. Yo sabía que pasaría algún día, pero seguía siendo un tema totalmente escabroso para mí. No quise soltar a mi abuela, pues no sabía si alguna vez volvería a abrazarla. Me dio completamente igual que todo pudiese ser parte de mi destrozada imaginación.

Mi abuela me invitó a pasar con una sonrisa. Recordaba ahora con intensa claridad esa casa. El pasillo donde estábamos ahora era el recibidor, pequeño y angosto, que conectaba con el garaje a mano derecha, las escaleras para ir a la azotea más adelante y el salón en línea recta. Fui a sacarme el móvil del bolsillo para dejarlo en el pequeño tocador de madera cuando me di cuenta de que no tenía absolutamente nada en los bolsillos. Me reí para mis adentros y pisé el salón. Todo estaba como yo lo recordaba salvo algunas excepciones: las estanterías llenas de fotos de los nietos, juegos de mesa y golosinas al fondo a mano izquierda, el sillón donde normalmente había un mueble con el teléfono fijo encima… Solo que ahora no había teléfono alguno. A mano derecha otro sillón y, al lado, un mueble donde anteriormente estaba la televisión. Ahora había un remarcable vacío allí que no pasaría inadvertido ni al hombre más discapacitado del mundo. Aunque me parecía algo atípico, me pareció un detalle insignificante frente al hecho de que mi querida abuela estaba conmigo de nuevo y en aquella casa en la que viví tantos maravillosos recuerdos. “Siéntate”, me dijo mientras señalaba al sempiterno sofá. Yo hice caso y me senté en el centro, lugar en el que siempre me había sentado en mis incontables visitas del pasado. Mi abuela trajo de la cocina, que se encontraba justo al lado del sofá, unos bocadillos de picadillo con queso plato derretido y unos cola-caos
.
– ¡Pero abuela! ¡No tenías que haberte molestado, ya no estás para éstos trotes!

–Tranquilo, ya tengo la vitalidad suficiente para cuidar de mi nieto –declaró mientras me plantaba un beso en la mejilla y dejaba la bandeja con la merienda frente a nosotros.

Una extraña emoción me paralizó y provocó que una solitaria lágrima resbalase por mi pómulo derecho. Mientras, mi abuela se sentó a mi lado izquierdo, como siempre había hecho. Cogió su bocadillo y, antes de morderlo, me preguntó:

–¿Qué tal va todo?

–Bien, bien.

–Vamos, ha pasado mucho tiempo. Seguro que hay novedades que no me has contado. ¿Qué tal te va con tu novia?

Sé que ella no debía culpa, pero esa pregunta me dolió un poco. Ya tú sabes por qué y sería superfluo que te lo volviese a contar. Me limité a contestar a su pregunta con un:

–No tengo novia, abuela, ya lo sabes.

–Bueno, ya verás que alguna cae –dijo, con una sonrisa socarrona.

– ¿Y qué hay de ti? Creí que habías…

– ¿Muerto? –interrumpió ella con una sonrisa– Pues sí, se supone que me morí…

– ¿Y cómo es que puedo verte? ¿Cómo es que estoy aquí contigo?

–No lo sé. Cuando se me fue la vida, aparecí en éste sitio.

– ¿Esto es el cielo, entonces? –pregunté sorprendido mientras bebía un sorbo de aquél delicioso manjar achocolatado.

–Supongo, chiquillo –dijo con ése tono tan característico suyo que echaba de menos.

– ¿Eso quiere decir que yo me morí? –volví a preguntar.

–Estás con tu pijama y aún sigues siendo un choleta como diría tu abuelo, así que no lo creo.

–Y si esto es el cielo y no estoy muerto… ¿Cómo es que estoy aquí?

– Supongo que estaba pensando en ti, y apareciste –contestó ella con pinta de que estaba igual de segura que yo de las leyes de éste desconcertante y por momentos pacífico lugar.

– ¿Así, como el que le pide un deseo al genio de la lámpara?

–Supongo que sí. He pensado en otras muchas personas, pero eres la primera que aparece por aquí sin estar muerta.

Empecé a pensar y a intentar encontrarle un sentido a la situación. Estábamos en el cielo, un lugar que no se rige por las leyes físicas de nuestro mundo. Seguramente es un lugar que funciona mediante los pensamientos de los que allí habitaban, pues con ellos cambiaban de forma, generaban lo que querían... Pero no había más presencia que la nuestra y, desde luego, ningún dios todopoderoso que gobierne sobre él. ¿Es éste sitio real? ¿Es posible siquiera la existencia de un lugar así? Fuera cual fuera la respuesta, estaba empezando a dejar de importarme. Tenía a mi abuela de vuelta y eso era todo lo que importaba.

–Bueno, abuela… Ahora que estás aquí, tengo que disculparme.

– ¿Por qué, mi niño? – dijo, asombrada.

–Porque te descuidé, no fui a verles a ti y a abuelo todo lo que quería y ahora…

– ¿Ahora qué?

–Ahora estás muerta –contesté, bajando la mirada al suelo avergonzado. Era la primera vez en mi vida que sentía algo así.

–Mírame a los ojos –dijo, mientras me cogía de las manos. Hice lo que pidió–. ¿Cuántos años tienes ya?

–Dieciocho, casi diecinueve.

–Eres joven, estás empezando a construir tu vida. Tienes amistades y responsabilidades que mantener. Ya eres todo un hombre, cariño. Agradezco que de cuando en cuando encontrases un poco de tiempo y vinieses a pasar una tarde con nosotros, pero no tienes por qué sentirte culpable.

–Ni siquiera sabía que te habían hospitalizado antes de que murieras… –dije, mientras una ácida lágrima corría por mi mejilla izquierda.

–No tenías por qué saberlo. Como te digo, ya tienes una vida propia y, aunque duela, uno tiene que saber cuándo los polluelos salen del nido –declaró, besándome la frente.

–Me dijeron que te fuiste bastante contenta, ¿es verdad?

–Sí, mi niño, es verdad.

– ¿Por qué? Pensé que la muerte era algo que se recibía con amargura y dolor.

–No hacía mucho tiempo desde tu última visita. Sacaste tiempo para venir a vernos a pesar de que estás estudiando y que llevas años sin hablarte con tu padre. Tu abuelo y yo nos sentimos muy solos durante el día a día, no tenemos nadie más con quien hablar… –me dijo ella, agarrándome la mano– Y tú nos acompañaste aunque fueran unas horas, pusiste algo de sabor en una vida que estaba volviéndose muy sosa para nuestro gusto. Por eso afirmé muy sinceramente que estaba feliz por haberte visto…

Mi corazón no podía soportarlo más. Mis lágrimas empezaron a caer y a caer. Mi abuela me abrazó, en silencio. Las palabras no eran necesarias en un momento como ése, pues el mutismo que reinaba en el ambiente era lo suficientemente conocido para ella y lo suficientemente claro para mí. Al rato me sentí más ligero, como si me estuviese desvaneciendo en el aire. Mis ropas se tornaban blancas, al igual que las de mi abuela. Ella pareció darse cuenta, pues me soltó y contempló mi cara de estupefacción con una expresión que en aquél momento no entendí, pero que ahora sé que era tristeza. Todo empezaba a desaparecer a mi alrededor: los muebles, los cuadros, las paredes. Mi abuela se levantó y empezaba a marcharse. Recuerdo intentar seguirla, preguntarle a donde iba, sin obtener ninguna respuesta. Cuanto más le seguía, más lejos estaba. En determinado momento tropecé y caí al suelo. Cuando levanté la vista, se había dado la vuelta para mirarme. Mientras volvía a hacerse joven de nuevo, me pareció ver que estaba llorando.

–No me dejes… –alcancé a decir con un hilo de voz.

Me sentí desvanecer por completo, perdí el conocimiento. Cuando desperté, volvía a estar en mi cama. No estoy seguro de qué hora era, pero la habitación parecía ser mucho más oscura que cuando me dormí. Al comprender que jamás volvería a verla, fui presa de mi vieja amiga, la ira. Uno, dos, tres duros cabezazos se llevó mi pared. Me dolía, tenía sangre corriendo por mi frente, quizás podría haberme hecho una fractura grave, pero me daba absolutamente igual. No sentía nada, no quería saber nada más. Sólo quería volver a ese maravilloso lugar, de abandonar éste lugar corrompido por mis semejantes. Sabía que no podría hacerlo de nuevo en mucho tiempo, y eso me enfurecía. No quería saber nada más de la sociedad, de la vida. Quería estar de nuevo con mi abuela. No sé si lo que viví fue real, si eso era el cielo o alguna especie de plano astral más allá del pensamiento humano. No me importaba en absoluto, Diario. Sólo quería estar de nuevo con ella y no volver a separarme de su lado.

A día de hoy, he llegado a la conclusión de que aquél sitio (“El Cielo”, por llamarlo de alguna forma que resulte familiar) es un sitio al que van aquellas personas que lo merecen y que allí obtienen todo lo que desean. Mi abuela deseó verme y allí aparecí, pero el lugar terminó echándome por no ser digno.  Ella sabía que aquello no duraría siempre, pero imagino que no sabía que me echarían tan pronto. No quiso decirme nada porque probablemente todo habría escapado de mi limitada comprensión humana y tenía razón, todo esto es completamente imposible para mí.

Ahora que te lo he contado, siento que puedo seguir adelante con mi vida. Gracias, Diario, por ser mejor que la absoluta mayoría de seres humanos que pueblan éste planeta.


Abuela, sé que leerás esto. Sea cual sea ése lugar donde estuvimos juntos, quiero que sepas que me alegro de que estés ahí. Te lo mereces por haber sido una buena abuela y mucho mejor persona. Desde el fondo de mi corazón, sólo puedo decir que te quiero y que ahora sé que volveremos a vernos. Ese día te llevaré un bonito regalo, ya verás. Hazme hueco a tu lado, en el centro del sillón. No volverás a estar sola ni un minuto más.